Recuerdo que con frecuencia tenía dolores de cabeza, y mis padres me decían: «reza un Padrenuestro y se te pasará». Yo rezaba uno tras otro, pero el dolor, lejos de desaparecer, aumentaba; por fin llegaba mi abuela y me decía: «¿por qué estás rezando, es que tienes dolor de cabeza?». Me daba una aspirina y el dolor desaparecía milagrosamente. Quién sabe si, por esta razón, me inspira más fe la física que la religión.
Mis padres, como castigo, me mandaban al desván de la casa. Mientras subía, para consolarme y afrontar el miedo que me producía subir solitariamente las escaleras, dibujaba con las uñas sobre el yeso de las paredes. Por lo visto, los castigos eran frecuentes, pues quedaron las paredes repletas de ellos, y a partir del día en que se dieron cuenta, me encerraron en los sótanos, en cuya oscuridad seguía dibujando en el aire.