Manifiesto de la mujer futurista (Valentine de Saint-Point)

Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer.

F. T. Marinetti – Manifiesto futurista

La humanidad es mediocre. La mayoría de las mujeres no son ni superiores ni inferiores a la mayoría de los hombres. Son iguales. Todos merecen el mismo desprecio.

El conjunto de la humanidad no ha sido nunca otra cosa que el terreno de la cultura, fuente de genios y héroes de ambos sexos. Pero para la humanidad, como para la naturaleza, hay momentos que resultan más propicios al florecimiento. En los veranos de la humanidad, cuando el terreno arde bajo el sol, los genios y los héroes abundan.

Nos encontramos en el comienzo de una primavera; echamos en falta la profusión solar o, lo que es lo mismo, una buena cantidad de sangre derramada.

Las mujeres no son más responsables que los hombres del modo en que los
verdaderamente jóvenes, ricos en savia y sangre, están siendo arrastrados por el fango.

Es absurdo dividir a la humanidad en hombres y mujeres. Se compone solo de feminidad y masculinidad. Todo superhombre, todo héroe, no importa lo épico, genial o poderoso que sea, es la expresión prodigiosa de una raza y de una época solo porque está compuesto, al mismo tiempo, de elementos masculinos y femeninos, de feminidad y masculinidad: es, en consecuencia, un ser completo.

Todo individuo exclusivamente viril es un bruto; todo individuo exclusivamente femenino es una hembra.

Y lo que vale para los individuos, vale también para cualquier colectividad y cualquier época de la humanidad. Los periodos fecundos, aquellos en los que una gran cantidad de héroes y genios surge del terreno de la cultura en todo su esplendor, son ricos en masculinidad y feminidad.

Aquellos periodos en los que solo hubo guerras, con unos pocos héroes representativos porque el aliento épico acaba con el resto, fueron periodos exclusivamente viriles; aquellos que negaron el instinto heroico y, volviendo la vista al pasado, se aniquilaron en sueños de paz, fueron periodos en los que dominó la feminidad.

Estamos viviendo uno de esos periodos. Lo que falta, tanto en mujeres como en hombres, es virilidad.

Por eso el Futurismo, aun con todas sus exageraciones, tiene razón.

Para restituir algo de virilidad a nuestras razas, adormecidas en la feminidad, debemos conducirlas hacia la virilidad, incluso al precio de caer en la tosca animalidad. Debemos imponer a todo el mundo, hombres y mujeres, que son igualmente débiles, un nuevo dogma de energía, con el fin de alcanzar un periodo de humanidad superior.

Toda mujer debería poseer no solo virtudes femeninas, sino también viriles, sin las cuales no es más que una hembra. Todo hombre que tenga solo fuerza masculina, sin intuición, no es más que un tosco animal. Pero en el periodo de feminidad en el que vivimos, solo la exageración contraria resulta saludable: debemos tomar al tosco animal como modelo.

¡Basta de esas mujeres cuyos “brazos cargados de flores entrelazadas descansan en sus regazos la mañana de la partida”, a las que deben temer los soldados! ¡De mujeres que, como enfermeras, perpetúan la debilidad y la vejez, domesticando a los hombres para sus placeres personales o sus necesidades materiales! ¡Basta de mujeres que crean niños porque sí y se alejan de todo peligro y aventura, es decir, de toda forma de alegría! ¡De
mujeres que educan a su hija para el amor y a su hijo para la guerra! ¡Basta de esas mujeres, pulpos del corazón cuyos tentáculos agotan la sangre de los hombres y vuelven anémicos a los niños! ¡De mujeres tan obsesionadas con el amor carnal que agotan todo deseo e impiden que este se renueve!

Las mujeres son las Furias, las Amazonas, las Semiramis, las Juanas de Arco, las Jeanne Hachette, las Judith y Charlotte Corday, las Cleopatras y las Mesalinas: mujeres combativas que luchan más ferozmente que los varones, excitantes amantes, destructoras que quiebran la debilidad y ayudan a la selección a través del orgullo y la desesperación, “desesperación a través de la cual el corazón alcanza su máximo
rendimiento”.

Dejemos que las próximas guerras nos traigan heroínas como la magnífica Catalina Sforza, que, durante el saqueo de su ciudad, viendo desde las murallas que el enemigo amenazaba con matar a su hijo para que se rindiera, señaló heroicamente a su órgano sexual y gritó a voz en cuello: “¡Matadlo, todavía conservo el molde para hacer más!”

Sí, “el mundo está corrompido por la prudencia”, pero, por instinto, la mujer no es prudente, no es pacifista, no es buena. Porque carece por completo de medida, está condenada a convertirse en demasiado prudente, demasiado pacifista, demasiado buena durante los periodos somnolientos de la humanidad. Su intuición y su imaginación son al mismo tiempo su fuerza y su debilidad.

Es la individualidad entre la multitud; hace desfilar a los héroes y, si no hay ninguno, a
los imbéciles.

Según el apóstol, el inspirador espiritual, la mujer, la inspiradora carnal, se inmola o cuida de los otros, provoca ríos de sangre o la restaña, es una guerrera o una enfermera.
Es la misma mujer la que, en el mismo periodo, de acuerdo con las ideas comunes en torno al acontecimiento del día, se arroja a las vías para evitar que los soldados vayan a la guerra o corre a los brazos del victorioso campeón.

Por eso, ninguna revolución debe hacerse sin ella. Por eso, en lugar de despreciarla, debemos dirigirnos a ella. Es la más fructífera conquista de todas, la más entusiasta, la que, a su vez, incrementará el número de seguidores.

Pero nada de feminismo. El feminismo es un error político y cerebral de la mujer, un error que su instinto sabrá reconocer.

No hay que dar a la mujer ninguno de los derechos reclamados por las feministas.
Otorgárselos no conduciría a ninguno de los excesos deseados por los futuristas, sino, al contrario, a un exceso de orden.

Fijar obligaciones para las mujeres es hacerles perder todo su poder fecundador. Los razonamientos y deducciones feministas no destruirán su fatalidad primordial; solo pueden falsificarla, forzarla a que se manifieste mediante desvíos que conducen a los peores errores.

Durante siglos se ha insultado al instinto femenino y apreciado el encanto y la ternura de la mujer. Los anémicos, avaros con su propia sangre, exigen de ella que sea solo una enfermera. Y ella se ha dejado domesticar. Pero lanzadle el nuevo mensaje, o algún grito guerrero, y entonces, cabalgando de nuevo a lomos de su instinto, eufórica, se pondrá al frente en pos de insospechadas conquistas.

Cuando tengáis que usar las armas, ellas las pulirá.

Ayudará a escogerlas. De hecho, si no sabe cómo reconocer el genio, pues aún confía en la superada fama, siempre ha sabido cómo encender de nuevo el ánimo del más fuerte, del vencedor, del que triunfa por sus músculos y su valor. Puede equivocarse respecto a este poder que se impone de forma tan brutal.

Dejad que la mujer encuentre una vez más esa crueldad y esa violencia que le hacen atacar a los vencidos sólo porque lo son, hasta el punto de mutilarlos. Dejad de pedir para ella la justicia espiritual que ella misma ha tratado de alcanzar en vano. ¡Mujer, hazte una vez más sublimemente injusta, como todas las fuerzas de la naturaleza!

Liberada de todo control, recuperado tu instinto, ocuparás tu lugar entre los Elementos, fatalidad enfrentada a la voluntad humana consciente. Sé la madre egoísta y feroz, cuida celosamente de tus niños, ten lo que llaman todos los derechos y todas las obligaciones para con ellos, mientras necesiten físicamente tu protección.

Deja al hombre, libre de la familia, llevar su vida de audacia y conquista en tanto tenga fuerzas físicas para ello, y a pesar de que sea hijo y padre. El hombre que siembra no se detiene en el primer surco que fecunda.

En mis Poemas de Orgullo y en Sed y espejismos, he renunciado al sentimentalismo como una debilidad que ha de ser despreciada porque frena la fuerza y la vuelve estática.

La lujuria es fuerza porque destruye al débil y excita al fuerte a emplear sus energías, y así, a renovarlas. Todo pueblo heroico es sensual. La mujer es, para ellos, el trofeo más excelso.

La mujer debe ser madre o amante. Las auténticas madres serán siempre amantes mediocres y las amantes, madres incompletas, debido a sus excesos. Iguales ante la vida, la una completa a la otra. La madre que concibe al hijo construye el futuro con el pasado; la amante da rienda suelta al deseo, que conduce hacia el futuro.

CONCLUYAMOS:

La mujer que retiene al hombre mediante sus lágrimas y su sentimentalismo es inferior a la prostituta cuyos alardes incitan a su chulo a mantener el dominio, a punta de pistola, sobre las zonas más oscuras de la ciudad: al menos ella cultiva una energía que puede servir a mejores causas.

Mujeres durante demasiado tiempo pervertidas por la moral y los prejuicios, volved a vuestro sublime instinto, a la violencia, a la crueldad.

Procread para el fatal sacrificio de sangre, mientras los hombres se encargan de guerras y batallas, y entre vuestros hijos, como un sacrificio al heroísmo, poneos del lado del Destino. No los criéis para vuestro provecho, es decir, para empequeñecerlos, sino más bien, en la más amplia libertad, para su completa expansión.

En lugar de reducir a los hombres a la esclavitud de esas execrables necesidades sentimentales, incitad a vuestros hijos y a vuestros hombres a superarse a sí mismos.

Sois quienes los hacéis. Tenéis todo el poder sobre ellos.

Le debéis héroes a la humanidad. ¡Hacedlos!

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Valentine de Saint-Point (1912)

Traducción del inglés: Diego L. Sanromán.