El espejo desenterrado. Del volcán al museo
Mar Villaespesa
“Al considerar que el artista como antropólogo opera dentro del mismo contexto socio-cultural en el cual se desarrolla […] obtener una fluidez cultural es un proceso dialéctico que consiste en intentar afectar a la cultura mientras que, de manera simultánea, está aprendiendo de esa misma cultura que le está afectando”.
Joseph Kosuth, «The Artist as Anthropologist»1.
En el ensayo seminal El artista como antropólogo Kosuth manifiesta una declaración programática, un modo de actuar “antropologizado” en el interior de la cultura de donde el artista proviene.
Un pensamiento interdisciplinar alumbraba ciertas prácticas artísticas en las últimas décadas del siglo XX. Campos de estudio -lingüística, psicoanálisis o antropología- fueron ocupando un lugar privilegiado para repensar la representación en el arte contemporáneo. A ello colaboró desde la labor teórica de artistas como Kosuth hasta la alegoría de la enciclopedia de Borges, pasando por un sinfín de textos críticos derivados de la Escuela de Frankfurt, de Barthes, de Foucault, de Derrida, de Lévi-Strauss o de la teoría crítica feminista, provocando desviaciones en la producción artística -en relación a las categorías estéticas modernas- y cuestionamientos del modelo representacional basado en definiciones, clasificaciones, categorizaciones, por ser consideradas arbitrarias o construcciones ficticias. La fractura del discurso de la modernidad está asociada a la estimación de que los códigos culturales, las catalogaciones o las representaciones no son ni naturales ni fijas sino que están construidas histórica y culturalmente, y por tanto son susceptibles de revisión.
De estos registros surge el llamado giro etnográfico que, dos décadas después del ensayo de Kosuth, Hal Foster analiza en el también referencial El artista como etnógrafo2. En este giro la antropología sigue en el centro, se valora como ciencia de la alteridad que toma la cultura como su objeto, y disciplina que al ser contextual implica la confluencia del ejercicio práctico con la reflexión en el trabajo de campo. Foster advierte de algunos peligros de este giro y apunta a la reflexividad -en el sentido de mantener una relación bidireccional con todos los agentes y elementos del proceso de trabajo- con el objetivo de que el artista no se sobre-identifique con el “otro”, lo cual conllevaría una alienación; asimismo, apunta a la inversión de roles que propicie liberar al artista de su posible arrogancia cultural. Tras alertar de otros riesgos, concluye con la necesidad de mantener una distancia, de explorar la amplitud discursiva y la profundidad histórica del objeto de estudio.
El giro etnográfico tiene para Foster una analogía con el “artista como productor” de Benjamin, genealogías en el surrealismo de Bataille y Leiris, y en el movimiento de la negritud liderado por Senghor y Césaire. Y un origen inmediato en ciertos deslizamientos ocasionados por las investigaciones minimalistas, en la reinvención de la fotografía socio-documental de Allan Sekula, en los mapeados feministas de Silvia Kolbowski, o en las operaciones cartográficas de Smithson que transforman la ubicación del arte, por mencionar algunos paradigmas. “[…] Pero esta ubicación también tenía límites: podía ser recuperada por la galería o el museo”, prevenía de manera crítica Foster.
Del volcán al museo es el subtítulo del proyecto expositivo El espejo desenterrado de Manuel Prados. Las décadas transcurridas desde los dos ensayos mencionados lleva a considerar que la producción artística de Prados, por un lado, se alimenta de estos recorridos discursivos del arte contemporáneo y, por otro, mantiene una distancia y disparidad con los mismos. Si bien los enunciados de Foster son apreciables para llevar a cabo cualquier investigación que tenga como objetivo una propuesta estética, se debe tener en cuenta que el núcleo del análisis de Foster se enmarca en la llamada crítica institucional; además de estimar que los discursos y debates abiertos en estos últimos años por la teoría poscolonial repercuten en las aproximaciones, procesos de trabajo y modos de hacer de la práctica artística, cuestionando incluso las referencias de la epistemología sajona de los estudios visuales.
De entrada, el ejercicio que ha generado el proyecto de Prados está lejos de lo anotado por Foster sobre uno de los aspectos del artista etnógrafo en la década de los noventa, cuando el “curator itinerante reúne artistas nómadas en sitios diferentes”; en su caso se trata de una decisión de iniciar una serie de viajes a la zona occidental de México con el fin de investigar sobre el terreno -en colaboración con arqueólogos e historiadores- un particular objeto, el espejo de obsidiana, y posteriormente fabricarlo, siguiendo las pautas de la arqueología experimental.
El espejo es símbolo de múltiples sentidos en la cultura universal. Desde el estadío del espejo en la formación del yo formulado por Lacan -muy relevante en la teoría crítica-, al que subyace en la obra de Carlos Fuentes El espejo enterrado. Esta novela, que inspira a Prados el título de su proyecto, se inicia con la narración del hallazgo de unos espejos de obsidiana en la zona arqueológica precolombina de El Tajín, para dar paso a un relato histórico de las relaciones culturales entre España y México, haciendo uso de la metáfora del espejo que refleja dos realidades, el Nuevo y el Viejo Mundo.
Aproximarse a esas realidades sería otro de los puntos de partida del trabajo de Prados, lo cual lo expande a temas identitarios -colectivos e individuales- con los significados que ello pueda tener, especialmente si la aproximación se lleva a cabo desde una posición decolonial.
Como estímulo y atracción, la obsidiana, una roca volcánica empleada en Mesoamérica en diferentes culturas prehispánicas para la manufactura de útiles y objetos ornamentales, muchos de carácter votivo y ritual; entre ellos, los espejos debido a su color negro y cualidad reflectante. Sobre la obsidiana hay una inmensa literatura asociada a mitologías precolombinas. Tezcatlipoca o “Espejo humeante” es el dios del cielo y de la tierra en la cultura nahuatl, e Itzpapálotl o “Mariposa de obsidiana” es la diosa de la tierra, el sexo y el nacimiento en la cultura azteca. No es menor la cantidad de leyendas que vinculan los espejos de obsidiana con las artes oscuras de la adivinación, con ciencias ocultas y prácticas espirituales; tampoco es menor el número de reflexiones que el espejo ha suscitado a lo largo de la historia del pensamiento en torno a cuestiones ontológicas, o de representaciones en la historia del arte.
Manuel Prados ha indagado en los ámbitos de la cultura popular, la historia, y los lenguajes artísticos en aras de conocer los más variados y velados aspectos del objeto de su estudio. El recorrido para la búsqueda de claves interpretativas ha ido a la par del viaje como práctica estética, de la exploración del territorio y su morfología.
El área de trabajo la establece en Valles de Jalisco, donde se encuentra el Volcán de Tequila, considerado en antiguas culturas montaña sagrada por la obsidiana producida en las erupciones; igualmente se cree que este vidrio volcánico tenía un carácter sacro. Esta región mexicana, conocida por su paisaje de agaves para la producción del tequila, fue zona de minería prehispánica para la extracción de la obsidiana; los yacimientos se explotaron en la denominada Tradición Teuchitlán, cuyo centro ceremonial de Guachimontones tiene unas características arquitectónicas únicas por las pirámides circulares escalonadas que se interpretan como la representación de cosmografías. Pero la extracción de este mineraloide cayó en desuso tras la “Conquista” en favor de metales más preciados como el oro y la plata. Si bien, el redescubrimiento de la obsidiana en Mesoamérica fue relevante en el debate entre neptunistas y vulcanistas en los orígenes de la geología como ciencia moderna. Un debate conocido por Prados a través de los contactos establecidos y la colaboración con académicos de la Universidad de Guadalajara para llevar a cabo su investigación.
A la colaboración se suma la inmersión en el lugar, en los talleres de artesanos que hoy en día continúan la tradición de la talla lítica con diferentes técnicas de fractura -percusión, presión- y pulimentado, claro que con la ayuda de diferentes herramientas a motor, y movidos por cuestiones menos sacras como es la economía basada en el turismo. Prados registra, por medio de la fotografía y el video, la actividad en dichos talleres, el paisaje de las excursiones a diferentes minas, las fracturas concoidales o veteados o gamas de color de la obsidiana, que recoge para la elaboración de tres espejos; de esta suerte, una vez manufacturados, el primero revela vetas plateadas, el segundo esferulitas o aglomeraciones de cristal, y el tercero la más pura y negra obsidiana; asimismo, graba el propio proceso de la fabricación de este último -a cargo del artesano Alfredo Villalobos con quien trabaja en Teuchitlán- para el que toma como modelo un ejemplar del British Museum, que se presupone azteca al igual que se supone perteneció al matemático, astrónomo y ocultista John Dee en el siglo XVI.
En las visitas que Prados efectúa se producen situaciones y hallazgos de los que poder extraer no ya la roca sino conocimiento. En medio de los hallazgos, el de una mina de tiro prehispánico que bautiza Mina de Gabriel, en honor de uno de los lugareños que la encontró y le guía en las expediciones; la idea de descubrimiento aporta magia al trabajo de campo, como mágicas pueden sonar las palabras de Acelia García, una de las personas cuyos testimonios registra en vídeo debido a sus labores arqueológicas y haber descubierto, con su marido el arqueólogo Phil Weigand, el asentamiento de los Guachimontones, antes mencionado.
El paseo por los archivos transcurre de manera más o menos paralela. Junto a los guías locales, esas otras guías de carácter textual, sonoro y representacional le van indicando derroteros; se trata de documentos de diferentes órdenes, épocas y procedencias geográficas y culturales, que Prados lee no en claves cronológicas sino como un territorio dialéctico que permite re-pensarlos, ya que como formas de pensamiento son una mediación entre lo histórico y lo subjetivo, lo racional y lo afectivo3.
Entre los textuales: Mariposa de obsidiana, poema de Octavio Paz que invoca el ciclo de vida y muerte por medio de la voz de una deidad femenina. El llamado Códice Florentino del franciscano Bernardino de Sahagún o Historia general de las cosas de Nueva España, fuente para conocer la cultura anterior a los colonizadores de los pueblos del altiplano. Mysteriorum Liber Primus de John Dee donde el mago entra en contacto con el ángel Anael, de la tradición cabalística judía y a quien se identifica con la diosa Venus. El viaje iniciático que narra La isla sin aurora de Azorín. El manuscrito mesoamericano de rituales ilustrado con Tezcatlipoca o “Espejo humeante” y otras deidades, conocido como Códice Borgia. La cabeza de obsidiana de Malraux, relacionada con su “Museo imaginario”. El capítulo “Los presagios, según los informantes de Sahagún” en Visión de los vencidos de Miguel León-Portilla, quien recopila códices indígenas que presentan la conquista de México desde la visión mesoamericana, implicando una ruptura con la historia conocida a través de los textos escritos por los españoles. Antigüedades mexicanas falsificadas: Falsificación y falsificadores, de Leopoldo Batres, sobre lo verdadero y lo falso, aunque en las intenciones del autor no se encuentra el debate filosófico sobre estas categorías. El informe sobre el análisis de la obsidiana de dos cuadros del Museo del Louvre pintados por Murillo.
Entre los sonoros, material de compositores y cantantes que han reivindicado la tradición musical de pueblos indígenas y practicado fusiones con el rock o el free jazz: Lila Downs, Jorge Reyes, Antonio Zepeda.
Entre las imágenes y representaciones: Autorretrato de Murillo -considerado uno de los juegos de espejos de la pintura española del siglo de oro- y del mismo autor La oración en el huerto pintado sobre obsidiana, cuya veta representa el rayo de luz que ilumina a Cristo; la magia del hallazgo lleva a sentir la “luz que no tiene noche” en el decir de Santa Teresa. La Piedra del Sol, conocida popularmente como el calendario azteca y objeto de numerosas interpretaciones por la riqueza simbólica de sus inscripciones cosmogónicas. Sigilum Dei, sello o diagrama mágico medieval adaptado para la comunicación con el más allá por John Dee. Varios retratos de este erudito y mago, de quien se dice tuvo la mayor biblioteca de Inglaterra, y el espejo de obsidiana que se presupone estuvo en su poder. El cómic La Liga de los hombres extraordinarios de Alan Moore inspirado en el mago renacentista. Ojos con pupilas de obsidiana pertenecientes a esculturas de la antigua Grecia y Egipto. Fotos de la serie Yucatan Mirror Displacements de Smithson que registran en el enterramiento y disposición de los espejos el paso del tiempo. El autorretrato The black egg de Marjorie Cameron. Varios cráneos y cabezas de obsidiana del Nuevo y Viejo Mundo, creados por pueblos mexicas y por Picasso. Uno de los autorretratos de este pintor en la fase última de su vida. Un conjunto de fotomontajes, Visiones y Rostros, a partir de “retratos” realizados por Prados a las primeras obsidianas de las que tuvo conocimiento; curiosamente, por efecto de la superposición de imágenes, los reflejos crean una multiplicidad de peculiares formas plásticas y líneas imaginarias a través de las que cualquiera se puede aventurar a orientarse, o desorientarse, en la(s) historia(s).
Se podrían ampliar estos listados, pero ya dan suficiente cuenta de la colección recopilada por Manuel Prados. De alguna manera responde, en sus palabras, a “[…] la búsqueda de un reflejo veraz más allá del espejismo […] afán de encontrar un destello en el reino oscuro de la tierra que permita alumbrar la historia propia y el presente compartido”. De estos y otros documentos parte para emprender una operación discursiva en la que se cruzan al menos tres tiempos: uno, el del trabajo con el archivo para barajar coordenadas espacio-temporales, hacer traslaciones de piezas, extraer fragmentos, multiplicar composiciones especulares, jugar con categorías femenino/masculino, provocar intersecciones de significados… hasta crear una narración de aristas afiladas como la de la obsidiana cuando se fractura; otro tiempo sería el de la conexión del “museo imaginario” -creado con imágenes que, parafraseando a Malraux, más que ser elegidas han sido ellas las que han elegido al compilador- con el contexto y proceso de la travesía y los diversos quehaceres de la misma, incluida la creación de los objetos escultóricos, de los espejos; y un tercero, el del ilusionismo, el de modelar con todas las capas de materiales sedimentados un formato expositivo que se desvela ante nuestros ojos bajo la apariencia de “mapa cognitivo”4.
En algún punto de este mapa, el más negro de los espejos, cuya creación motivó el viaje, quizás porque haya cumplido su función, se muestra quebrado.
1 Joseph Kosuth, «The Artist as Anthropologist».The Fox, n°1, New York, 1975.
2 Hal Foster, «The Artist as Ethnographer» en The Return of the Real. The MIT Press, Cambridge, 1996. Edición en castellano: “El artista como etnógrafo” en El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo. Akal, Madrid, 2001.
3 Como formula Griselda Pollock, en el ensayo Encuentros en el Museo feminista virtual (Ediciones Cátedra, Madrid, 2010) inspirado en las teorías de Warburg y Freud que sitúan las imágenes como formas de pensamiento; “[las imágenes son] métodos de descubrimiento de lo que todavía no sabemos sobre nosotros mismos y de los procesos socio-psicológicos humanos en torno a la memoria, la persistencia, la repetición y el retorno”.
4 Fredric Jameson utiliza el término“cartografía cognitiva”,en la obra La estética geopolítica. Cine y espacio en el sistema mundial, en el sentido de arte del conocimiento.