I love Swedish girls

Recuerdo cuando a finales del pasado mayo me dijiste que ibas a solicitar una plaza para un taller sobre turismo:
– Será en Palanga, una localidad turística de la costa de Lituania.

Empezamos a hablar, y lo primero que acordamos fue no partir de etiquetas ni componer juicios morales para analizar este fenómeno, ya que de esa forma sólo conseguiríamos reforzar el poder de un discurso, en lugar de transgredir y recuperar las partes que más nos interesaban del terreno en el que el turismo opera.

Pensamos que habría que trabajar en esa oscilación indispensable (movimiento pendular, decías tú) entre la intencionalidad y la dispersión. Intencionalidad, en la elección de los temas y en la “toma de posición”. Dispersión, a la hora de tomar prestados y trasmitir discursos disponibles, en presentar otras opiniones sin preocuparnos si eran o no las más correctas.

A finales de los años 60, con la irrupción del turismo en España, se empieza a desarrollar un estilo, que Juan Antonio Ramírez llama el estilo del relax, “que copia y saquea, exagera y vulgariza lo moderno”. Se forman localidades, fundamentalmente Torremolinos y Benidorm, invadidas por “las bebidas refrescantes y la electricidad”. Ramírez cita una canción de la época que decía:

Con el Pacto Americano
ya no hay nada que temer,
tomaremos Coca-Cola
en vez de tomar café,
y a la hora de afeitarme
yo me electrificaré.

Estas ciudades representaron la despreocupación, el exceso, la despolitización, el optimismo, la juventud, frente a una siniestra realidad impuesta por la dictadura de Franco, a la que sólo podía oponerse la “politizada tristeza” que acompañaba a la lucha por una revolución trascendental.

Sin tener en cuenta sus implicaciones económicas y políticas (desarrollismo, apertura y embellecimiento de la dictadura en el exterior…) aquel incipiente turismo anunciaba y mostraba modos de vida ajenos a los conocidos: destape, libertad, ausencia de convenciones, movilidad. “Su especialidad era la venta de placer y la fantasía de felicidad”.

Aquel deseo fabricado que se superponía a la realidad, aquella nueva posibilidad de ir más allá que se abría antes los españoles, apolítica e ingenua, se constituyó en un nuevo “dispositivo de orden” que “capturaba, interceptaba, modelaba y controlaba las conductas”. Al mismo tiempo, producía interesantes resultados visuales (en edificios, piscinas, mesas, lámparas…) y también psicológicos (en la construcción de un nuevo imaginario sobre “lo español” y “en la promesa de acceso a un mundo ondulante y chic”, en el que sería posible la satisfacción del deseo).

Hablamos del papel que el cine de la época desempeñó en la construcción de esta nueva realidad-ficción. De películas como El Puente y El Turismo es un gran invento. Hablamos de cómo al amparo de un nuevo género llamado del “destape”, se logró eliminar un catálogo de tópicos amenazadores de lo español sustituyéndolos por otros.

El hombre español, que habitaba un país mísero y fratricida, “protagonista de bodas tumultuosas y justicia familiar” que diría Isaac Rosa, padre de niños churretosos, pícaro, analfabeto, traicionero, vengativo, falso, cobarde, ingrato… pasó en poco tiempo a definirse y comprenderse como el habitante de un país que no era desigual, sino simplemente “diferente”.

Spain is different fue el eslogan de la época, y esta diferencia se construyó apelando a la tradición, modernizando y vulgarizando el imaginario sobre lo español: se extendió la operación iniciada a principios de siglo (1928) de convertir los castillos en Paradores de Turismo, y nuestro mayor mito, el Don Juan, se convirtió en latin lover, un otro sexual que oscilaba entre la admiración y el desprecio y que era capaz, gracias a su diferencia, de conquistar bellezas rubias y hambrientas. El deseo de conquistarlas atravesó todo el campo social y la conquista de suecas pasó a simbolizar, para toda una generación, el acceso a una realidad distinta y la afirmación de una masculinidad.

La construcción de este estereotipo sexual y étnico y de los nuevos y modernos paisajes por donde deambulaba (modernas ciudades inundadas de sol en las que nunca se duerme), contribuyó al mismo tiempo a redefinir el imaginario de una sociedad que encontraba en el turismo una forma de reconciliar nuevos y viejos valores, de activación económica, de abrirse al exterior, de paliar, ocultar e invisibilizar, interna y externamente, la pesadilla que con el franquismo se estaba viviendo.

Dice Pedro G. Romero que ha escrito Giorgio Agamben: “…aquello que no puede ser usado es, como tal, consignado al consumo o la exhibición espectacular. Lo cual significa que la profanación se ha vuelto imposible (o, al menos, exige procedimientos especiales). Si profanar significa restituir al uso común aquello que había sido separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema apunta a la creación de un Improfanable absoluto”.

Si esto fuera cierto, y podemos pensar que lo es, aquel primer estadio del turismo en España contribuyó a fijar un paradigma, un “improfanable” que se desplegó en múltiples acomodaciones y negociaciones con el “mundo desarrollado”.

El turismo nos desposeyó, mediante la afirmación de una «diferencia” (que paradójicamente nos unificaba y modelizaba), de la posibilidad de relacionarnos con ese otro mundo desde nuestra desigualdad, el “fuera de lugar”, único espacio desde el que agitar nuestra rebeldía. Nos secuestró del disfrute de todo aquello que podía ser “actuado, producido y vivido -incluso el cuerpo, incluso la sexualidad, incluso el lenguaje-”, porque ya se encontraba absorbido, integrado y dominado por un sistema de signos culturales, sometido a un precio, a un peaje, a una economía simbólica que había que pagar: ya sólo será posible viajar como turista.

Quizás por ello, pensaste que tu acto de profanación sería, antes de llegar a Palanga, iniciar un viaje inverso al que realizaban las suecas, para investigar si era posible algún tipo de restitución al uso común de aquello que nos ha sido sustraído; si frente a una realidad intolerable: la de nuestra vida separada de nosotros mismos, lo único que podía hacerse era oponer una acción viviente, un acto artístico y político que fuera capaz de reasignar el tiempo y el espacio que el turismo nos tiene ordenado.

Te interesaba comprobar si cabe oponer el trabajo del arte ante una realidad turistizada y estandarizada, que reparte lo sensible y lo distribuye jerárquicamente en partes y lugares exclusivos para determinados grupos. Contrastar si, frente a la esfera inalterable de lo sagrado, es eficiente proclamar el deseo, sin que éste funcione como un asunto secreto o vergonzoso sino como “todas las formas de voluntad de vivir, de crear o de amar”, porque éste, como dice Blanchot, “es más fuerte que la eternidad que no puede agotarlo, como tampoco lograría terminarse el número por una última cifra”.

Verificar si visitando ciudades (Berlín, Copenhague, Estocolmo, Riga…), puertos, aeropuertos y pistas de baile, si añadiendo encuentros a encuentros, sumas que complacen al deseo, se puede establecer otro tipo de “economía simbólica”, si habría otra manera de ver y practicar las cosas, algún medio para fabricar otras realidades que no tengan esa posición castradora, ese “clima de culpabilización” que hace que el deseo sólo pueda insinuarse, infiltrarse secretamente, ser vivido en la clandestinidad o en la represión.

Nadie más que tú puede decir si al final de este viaje probaste que existe una forma de romper con ese orden que nos destina a una forma determinada de ser, de desear, de ver, de viajar, de decir, o por el contrario es más cierto aquello que dice Agamben: que nos encontramos en un callejón con pocas salidas ya que “la religión capitalista” ha triunfado y nos topamos con un “Improfanable absoluto”.

Pero quizás esto no importe, o incluso ambas cosas sean verdad. Lo importante es que lo que te propusiste, como dirían los poetas de La Palabra Itinerante, “no era solidificar magmas ni armarte de conceptos ni enjaular nombres o voces”. Lo que buscabas, era “una pista donde aterrizar para proveerte de combustible. Una manera de señalar ciertos y múltiples vuelos”.

Joaquín Vázquez