El embrión humano, en el seno materno, pasa por todas las fases de desarollo del reino animal. Cuando nace un ser humano, sus sensaciones son iguales a las de un perro recién nacido. Durante su infancia se producen diversos cambios que se corresponden con las transformaciones ocurridas en la historia de la humanidad: a los dos años lo ve todo como un papúa; a los cuatro, como un germano; a los seis, como Sócrates y a los ocho, como Voltaire. Cuando tiene ocho años percibe el violeta, color que fue descubierto en el siglo XVIII, pues antes el violeta era azul y el púrpura, rojo. El fisico señala hoy en día que hay otros colores en el espectro solar, que ya tienen nombre, pero comprenderlo se reserva al hombre del futuro.
El niño es amoral. El papúa también lo es para nosotros. El papúa despedaza a sus enemigos y los devora. No es un delincuente. Sin embargo, cuando el hombre moderno despedaza y devora a alguien, es un delincuente o un degenerado. El papúa cubre de tatuajes su piel, su barca, su remo, en fin, casi todo lo que tiene a su alcance, y no es un delincuente. El hombre moderno que se tatúa es un delincuente o un degenerado. Hay cárceles en las que el ochenta por ciento de los presos llevan un tatuaje. Los tatuados que no están detenidos son delincuentes latentes o aristócratas degenerados. Si un tatuado muere en libertad, esto significa que ha muerto antes de cometer un asesinato.
El impulso de ornamentarse el rostro y todo lo que se tiene al alcance es el primer origen de las artes plásticas, es el balbuceo de la pintura: todo arte es erótico.
El primer ornamento que nació, la cruz, tuvo un origen erótico. Es la primera obra maestra, la primera creación artística con la que el primer artista embadurnó la pared para liberarse de la energía sobrante. Una línea horizontal: la mujer que yace. Una línea vertical: el hombre que la penetra. El hombre que la creó sintió el mismo impulso que Beethoven, se encontraba en el mismo cielo en el que este compuso la Novena.
Pero el hombre de nuestro tiempo que, a causa de un impulso interior pintarrajea las paredes con símbolos eróticos, es un delincuente o un degenerado. Es natural que sea en los retretes donde este impulso acometa a las personas con tales manifestaciones de degeneración. Se puede medir el grado de civilización de un país atendiendo a la cantidad de garabatos pintados en las paredes de sus letrinas. Para el niño garabatear es un fenómeno natural: su primera manifestación artística consiste en garabatear símbolos eróticos en las paredes. Sin embargo, lo que es natural en el papúa y en los niños, en el hombre moderno resulta ser degeneración. Descubrí lo siguiente y se lo comuniqué al mundo: la evolución cultural equivale a eliminar el ornamento del objeto de uso cotidiano. Creía con ello entregarle al mundo algo nuevo por lo que alegrarse, algo que no me ha agradecido. La gente estaba triste y andaba cabizbaja. Lo que les preocupaba era saber que ya no se podía crear un ornamento nuevo. ¿Cómo es posible que solo nosotros, los hombres des siglo XIX, no seamos capaces de hacer lo que sabe hacer cualquier negro, lo que han sabido hacer todos los pueblos en todas las épocas anteriores a la nuestra?
Todo lo que el género humano había creado miles de años atrás, sin ornamentos, fue rechazado sin contemplaciones y destruído. No poseemos bancos de carpinteros de la época carolingia, pero el menor objeto carente de valor que estuviese mínimamente ornamentado se conservó, se limpió cuidadosamente y se erigieron palacios suntuosos para albergarlos. Los hombres entonces paseaban entristecidos ante las vitrinas, avergonzándose de su propia impotencia. Cada época ha tenido un estilo, ¿solo la nuestra se quedará sin uno propio? Con estilo se hacía referencia al ornamento. Por tanto dije: «No lloréis. La grandeza de nuestra época radica en el hecho de que es incapaz de crear un ornamento nuevo. Hemos vencido al ornamento. Hemos decidido finalmente prescindir de él. ¡Observad! ¡Se acerca el momento en el que las calles de las ciudades brillarán como muros blancos! Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo. Entonces lo habremos conseguido.
Pero hay malos espíritus que no lo toleran. A su juicio, la humanidad debería seguir esclavizada por el ornamento. El hombre había alcanzado tal grado de desarrollo, que el ornamento ya no le deleitaba, que el rostro tatuado del papúa no aumentaba la sensación estética, sino que la hacía disminuir. Tal grado de desarrollo, que se alegraba al ver una pitillera lisa y que era capaz de comprársela aunque pudiese obtener una ornamentada por el mismo precio. Estaban contentos con sus ropas y se alegraban de no tener que vagar por el mundo vestidos como monos de fería llevando pantalones de terciopelo con tiras doradas. Y dije: «Fijaos. La habitación en la que murió Goethe es infinitamente más hermosa que toda la pompa renacentista; y un mueble liso, mucho más bonito que todas las piezas de museo con tallas e incrustaciones. El lenguaje de Goethe es más hermoso que todos los adornos de los pastores del río Pegnitz.
Los malos espíritus lo oyeron con desagrado y el Estado, cuya misión es retrasar el desarrollo cultural de los pueblos, hizo suya la cuestión de desarrollar y reponer el ornamento. ¡Ay del Estado cuyas revoluciones estén promovidas por los consejeros de la Corte!
Pronto se vieron en el Museo de Artes y Oficios de Viena un aparador de comedor llamado «la buena pesca». Pronto hubo armarios que se llamaban «La princesa encantada» o algo parecido, que aludía al ornamento que cubría estos pobres muebles. El Estado austriaco se toma su tarea tan a pecho que procura que no desaparezcan las polainas del territorio de la monarquía austro-húngara. Este obligó a todo hombre culto mayor de veinte años a llevar polainas en lugar de calzado adecuado. Pues, en definitiva, todo Estado parte de la suposición de que un pueblo retrasado es más fácil de gobernar.
Pues bien, la peste ornamental está reconocida estatalmente y se subvenciona con dinero del Estado. Yo, sin embargo, lo considero un paso atrás. No tolero la objeción de que el ornamento aumenta la alegría vital de la persona culta; no tolero la objeción que se disfraza con estas palabras: «Pero ¡cuando el ornamento es bonito… !». Para mí, y para todos los hombres cultos, el ornamento no aumenta la alegría vital. Si quiero comer un pastelito, cojo uno que sea completamente liso, y no uno recargado de ornamentos con forma de corazón o de jinete o de niño de pecho. El hombre del siglo XV no me entendería, pero sí los hombres modernos. El defensor del ornamento cree que el impulso que me dirige hacia la sencillez es una mortificación. ¡No, estimado profesor de la Escuela de Artes y Oficios! ¡No me mortifico! Me gusta más así. Los vistosos guisos de siglos pasados que presentaban toda clase de ornamentos para hacer más apetecibles a los pavos, faisanes y langostas a mí me producen el efecto contrario. Asisto con repugnancia a una exposición de arte culinario cuando pienso en que me tengo que comer el cadáver de esos animales disecados.
El enorme daño y devastación que produce el resurgimiento del ornamento en la evolución estética podrían olvidarse fácilmente, pues nadie, ni siquiera un organismo estatal, puede detener la evolución de la humanidad. Solo la puede retrasar. Sabremos esperar. Pero será un delito contra la economía nacional pues, con ello, se echa a perder trabajo humano, dinero y material. El tiempo no puede compensar estos daños.
El ritmo del desarrollo cultural sufre con los rezagados. Quizá yo viva en 1908, pero mi vecino vive en 1900 y aquel de allí en 1880. Es una desgracia para un Estado que la cultura de sus habitantes abarque un periodo de tiempo tan amplio. El campesino de la apartada región de Kals vive en el siglo XII. Ya en la procesión de la fiesta del jubileo tomó parte gente que ya en la época de las grandes migraciones se hubiese considerado atrasada. ¡Afortunado el país que no tiene este tipo de rezagados y depredadores! ¡Afortunada América! Entre nosotros mismos hay aún en las ciudades personas inmodernas, rezagados del siglo XVIII, que se horrorizan ante un cuadro con sombras violeta, porque todavia no pueden ver el violeta. A ellos les sabe mejor el faisán en el que el cocinero trabaja durante días, y la pitillera con los ornamentos renacentistas les gusta más que la lisa. ¿Y qué pasa en el campo? Vestidos y mobiliario pertenecen a siglos pasados. El campesino no es cristiano, es todavía pagano.
Los rezagados retrasan el desarrollo cultural de los pueblos y de la humanidad, pues no es solo que el ornamento esté engendrado por delincuentes sino que es además un delito, porque daña considerablemente la salud del hombre, los bienes del pueblo y, por tanto, el desarrollo cultural. Cuando dos personas viven cerca y tienen unas mismas exigencias, las mismas pretensiones en la vida y los mismos ingresos, pero no obstante, pertenecen a distintas civilizaciones, puede observarse, desde el punto de vista de la economía de un pueblo, el siguiente fenómeno: el hombre del siglo XX se va haciendo cada vez más rico, el hombre del siglo XVIII cada vez más pobre. Supongo que ambos viven a su gusto. El hombre del siglo XX puede cubrir sus necesidades con un capital mucho más reducido y, por ello, puede ahorrar. La verdura que le gusta está simplemente cocida en agua y condimentada con un poco de mantequilla. Al otro hombre no le sabe tan bien hasta que, además, esté mezclada con miel y nueces, y alguien se haya pasado horas cociéndola. Los platos adornados son muy caros, mientras que la vajilla blanca, que le sabe bien a las personas modernas, es barata. Uno ahorra mientras que el otro se endeuda. Así ocurre con naciones enteras. ¡Ay del pueblo que quede rezagado en el desarrollo cultural! Los ingleses se hacen cada vez más ricos y nosotros cada vez más pobres…
Todavia mucho mayor es el daño que sufre el pueblo productor del ornamento. Como el ornamento ya no es un producto natural de nuestra cultura, sino que representa retraso o degeneración, el trabajo del ornamentista ya no está adecuadamente pagado. Son conocidas las condiciones en las industrias de los tallistas de madera y de los torneros, los precios criminalmente bajos que se pagan a las bordadoras y a las encajeras. El ornamentista tiene que trabajar veinte horas para alcanzar los ingresos de un obrero moderno que trabaje ocho horas. El ornamento encarece, como regla general, el objeto; sin embargo, se da la paradoja de que una pieza ornamentada con el mismo coste de material que el objeto liso, y que necesita el triple de horas de trabajo para su realización, cuando se vende, se paga por el ornamentado la mitad que por el otro. La carencia de ornamento tiene como consecuencia una disminución del tiempo de trabajo y un aumento del salario. El tallista chino trabaja dieciseis horas, el trabajador americano solo ocho. Si por una caja lisa se paga lo mismo que por otra ornamentada, la diferencia, en cuanto a horas de trabajo beneficia al obrero. Si no hubiera ningún tipo de ornamento –algo que igual sucede dentro de unos cuantos miles de años– el hombre solo tendría que trabajar cuatro horas en vez de ocho, ya que, hoy en día, todavía la mitad del trabajo se va en realizar ornamentos.
El ornamento es fuerza de trabajo malgastada y, por ello, salud malgastada. Así fue siempre. Hoy, además, también significa material malgastado, y ambas cosas significan capital malgastado. Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cultura, tampoco es ya la expresión de esta. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros ni con nada humano, es decir, no tiene ninguna conexión con el orden del mundo. No es capaz de evolucionar. ¿Qué pasó con la ornamentación de Otto Eckmann, qué con la de Van de Velde? El artista siempre estuvo lleno de fuerza y salud, en la cima de la humanidad. Pero el ornamentista moderno es un rezagado o una aparición patológica. Él mismo reniega de sus productos al cabo de tres años. A las gentes cultas les resultan insoportables de inmediato, pero los demás solo se dan cuenta de esto al cabo de años. ¿Dónde están hoy los trabajos de Otto Eckmann? ¿Dónde estarán dentro de diez años los trabajos de Olbrich? El ornamento moderno no tiene padres ni descendientes, no tiene pasado ni futuro. Solo es recibido con alegría por las gentes incultas, para quienes la grandeza de nuestro tiempo es un libro con siete sellos y, al poco tiempo, reniegan de él.
La humanidad está hoy más sana que nunca, solo hay unos pocos enfermos. Pero esos pocos tiranizan al trabajador que está tan sano que no puede inventar ornamentoa alguno. Le obligan a realizar, en diversos materiales, ornamentos creados por ellos.
El cambio del ornamento tiene como consecuencia una pronta desvalorización del producto. El tiempo del trabajador, el material empleado, son capitales que se malgastan. He enunciado la siguiente idea: la forma de un objeto debe ser tolerable durante el tiempo que físicamente dure dicho objeto. Trataré de explicarlo: un traje cambiará muchas más veces su forma que una valiosa piel. El traje de baile creado para una sola noche, cambiará de forma mucho más deprisa que un escritorio. Qué malo seria, sin embargo, si tuviera que cambiarse el escritorio tan rápidamente como un traje de baile por el hecho de que a alguien le pareciera su forma insoportable; entonces se perderia el dinero gastado en ese escritorio.
Esto lo saben bien el ornamentista y los ornamentistas austríacos intentan resolver este problema. Dicen: «Preferimos al consumidor que tiene un mobiliario que, pasados diez años, le resulta insoportable, y que, por ello, se ve obligado a adquirir muebles nuevos cada década, al que se compra objetos solo cuando ha de sustituir los gastados. La industria lo requiere. Millones de hombres tienen trabajo gracias al cambio rápido». Parece que este es el secreto de la economía nacional austriaca; cuántas veces, al producirse un incendio, se oyen las palabras: «¡Gracias a Dios, ahora la gente ya tendrá algo que hacer!». Propongo un buen sistema: se incendia una ciudad, se incendia un imperio, y entonces todo nada en dinero y abundancia. Que se fabriquen muebles que, al cabo de tres años, puedan quemarse; que se hagan guarniciones que puedan ser fundidas al cabo de cuatro años, ya que en las subastas no se logra ni la décima parte de lo que costó la mano de obra y el material, y así nos haremos cada vez más ricos.
La pérdida no solo afecta a los consumidores, sino, sobre todo, a los productores.
Hoy en día, el ornamento, en aquellas cosas que gracias al desarrollo pueden privarse de él, significa fuerza de trabajo malgastada y material profanado. Si todos los objetos pudieran durar tanto estéticamente como lo hacen físicamente, el consumidor podría pagar un precio que posibilitara que el trabajador ganara más dinero y tuviera que trabajar menos. Por un objeto del cual esté seguro que voy a utilizar y obtener el máximo rendimiento, pago con gusto cuatro veces más que por otro que tenga menos valor a causa de su forma o material. Por mis botas pago gustoso cuarenta coronas, a pesar de que en otra tienda encontraría botas por diez. Pero, en aquellos oficios que languidecen bajo la tiranía de los ornamentistas, no se valora el buen o mal trabajo. El trabajo sufre a causa de que nadie está dispuesto a pagar su verdadero valor.
Y ya está bien así, pues las cosas ornamentadas solo resultan soportables en la ejecución más deslucida. Puedo soportar un incendio más fácilmente si oigo decir que solo se han quemado baratijas. Puedo alegrarme con las tonterías de la Künstlerhaus, porque sé que lo que han montado en pocos días,se derribará en un momento. Pero tirar monedas de oro en vez de guijarros, encender un cigarrillo con un billete, moler y beberse una perla causan un efecto antiestético.
Verdaderamente los objetos ornamentados producen un efecto antiestético, sobre todo cuando se realizaron del mejor material y con el máximo esmero, y cuando han requerido mucho tiempo de trabajo. No puedo dejar de exigir ante todo trabajo de calidad, pero desde luego no para cosas de este tipo.
El hombre moderno, que considera sagrado el ornamento como signo de superioridad artística de las épocas pasadas, reconocerá de inmediato, en los ornamentos modernos, lo torturado, lo penoso y lo enfermizo de los mismos. Alguien que viva en nuestro nivel cultural no puede crear ningún ornamento.
Ocurre algo distinto con los hombres y pueblos que no han alcanzado este nivel. Predico para los aristócratas, quiero decir, para los que se hallan en la cima de la humanidad y que, sin embargo, comprenden profundamente los ruegos y exigencias del inferior. Comprenden muy bien al cafre, que entreteje ornamentos en la tela según un ritmo determinado, que solo se descubre al deshacerla; al persa que anuda sus alfombras; a la campesina eslovaca que borda su encaje; a la anciana señora que realiza objetos maravillosos en cuentas de cristal y seda. Los aristócratas les dejan hacer, saben que para ellos, las horas de trabajo son sagradas. El revolucionario diría: «Todo esto carece de sentido». Lo mismo que apartaría a una ancianita de la vecindad de una imagen sagrada y le diría: «Dios no existe». Sin embargo, el ateo –entre los aristócratas– al pasar por delante de una iglesia se quita el sombrero.
Mis zapatos están llenos de ornamentos por todas partes, constituidos por festones y agujeros, trabajo que ha ejecutado el zapatero y por el que no se le ha pagado. Voy al zapatero y le digo: «Usted pide por un par de zapatos treinta coronas. Yo le pagaré cuarenta». Con esto he elevado el estado anímico de este hombre, cosa que me agradecerá con trabajo y material, que, en cuanto a calidad, no están en modo alguno relacionados con la sobreabundancia. Es feliz. Raras veces llega la felicidad a su casa. Ante él hay un hombre que le entiende, que aprecia su trabajo y no duda de su probidad. En su imaginación, ya ve ante él los zapatos terminados. Sabe dónde puede encontrar la mejor piel, sabe a qué trabajador debe confiar los zapatos y estos tendrán tantos festones y agujeros como los que solo aparecen en los zapatos más elegantes. Entonces le digo: «Pero impongo una condición. Los zapatos tienen que ser enteramente lisos». Ahora es cuando le he lanzado desde las alturas más dichosas al Tártaro. Tendrá menos trabajo, pero le he arrebatado toda la alegria.
Predico para los aristócratas. Soporto los ornamentos en mi propio cuerpo si estos constituyen la felicidad de mi prójimo. En este caso también llegan a ser, para mí, motivo de alegría. Soporto los ornamentos del cafre, del persa, de la campesina eslovaca, los de mi zapatero, ya que todos ellos no tienen otro medio para alcanzar el punto culminante de su existencia. Pero nosotros tenemos al arte, que ha sustituído al ornamento. Después del trabajo del día, vamos al encuentro de Beethoven o de Tristán. Esto no lo puede hacer mi zapatero. No puedo arrebatarle su alegría, ya que no tengo nada que ofrecerle a cambio. El que, en cambio, va a escuchar la Novena Sinfonía y luego se sienta a dibujar un modelo de tapiz es un hipócrita o un degenerado.
La carencia de ornamento ha conducido a las demás artes hasta alturas insospechadas. Las sinfonías de Beethoven no hubieran sido escritas nunca por un hombre que tuviera que ir metido en seda, terciopelo y puntillas. El que hoy en dia lleva una americana de terciopelo no es un artista, sino un bufón o un pintor de brocha gorda. Nos hemos vuelto más refinados, más sutiles. Los miembros de las tribus tenían que distinguirse por medio de los colores, el hombre moderno necesita su vestido como máscara. Su individualidad es tan grande que ya no la puede expresar en prendas de vestir. La falta de ornamentos es un signo de fuerza intelectual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones antiguas y extrañas a su antojo. Su capacidad de invención la concentra en otras cosas.